La abadesa by Toti Martínez de Lezea

La abadesa by Toti Martínez de Lezea

autor:Toti Martínez de Lezea [Martínez de Lezea, Toti]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 2002-01-01T05:00:00+00:00


Los viajeros ascendieron por un sendero que parecía no tener fin, lleno de vericuetos y peligroso en muchos de sus tramos. Por fin, llegaron a lo alto del puerto y desde allí pudieron contemplar la ciudad de Orduña. La población amurallada se hallaba en medio de un extenso valle, poblado de árboles y huertas cultivadas, rodeado a su vez por otra muralla natural de montañas tapizadas de todos los tipos de verde. Un río, que el capitán llamó Nervión, atravesaba el valle y el reflejo del sol sobre sus aguas hacía que pareciera oro líquido. María recordó la descripción del jardín del Paraíso… «De Edén salía un río que regaba el jardín; y desde allí se dividía y se formaban en él cuatro brazos. El nombre del primero es Fisón, el cual rodea toda la tierra de Havilá donde está el oro. El oro de aquella tierra es fino. Allí se encuentra también el bedelio y la piedra de ónice…». No era de extrañar que en tal paraje hubieran buscado refugio diversas órdenes religiosas. A medida que se aproximaban a la ciudad, la única que ostentaba dicho título en todo el Señorío de Vizcaya, contemplaba maravillada el verde intenso de sus campos, salpicados de ermitas y caseríos. Aquel era un lugar de paz.

—No os hagáis una idea falsa, doña María —le aclaró don Gonzalo—. No es todo tan tranquilo como parece. Una ciudad siempre está amurallada por alguna razón. En Orduña ha habido luchas desde épocas que ni se recuerdan. Pensad que es lugar importante de paso entre Castilla y el Señorío y ambos se la han disputado desde hace siglos.

Era difícil de imaginar que en un lugar tan maravilloso se hubieran escuchado alguna vez gritos de guerra, que la sangre hubiera regado las bien cuidadas huertas que atravesaban, que la muerte hubiera sembrado de cadáveres una tierra tan fértil.

Preguntaron por un convento de religiosas antes de pagar el peaje para entrar en la ciudad que les reclamaba un alguacil vestido con calzas y chaleco negros y un curioso sombrero de alas levantadas, con un gran pico en la parte delantera. No hubo necesidad de pagar porque un campesino les indicó el camino que bordeaba la muralla y llevaba hasta la misma puerta del convento de las Claras, adosado al Santuario de Nuestra Señora de Orduña, la Antigua, como la llamaban. Disponían de una hospedería para caminantes y viajeros, les informó el hombre, y serían bien recibidos.

Al ver los hábitos de las tres mujeres, la encargada de recibir a los huéspedes se interesó especialmente por ellas y fueron invitadas a pasar la noche dentro de la clausura. La superiora, una anciana de voz amable y sonrisa pronta, les mostró las dependencias y el santuario, lugar de culto que antaño había sido una ermita dedicada a la Virgen. Por aquel entonces se encargaban de su cuidado y custodia unas beatas que seguían las reglas de santa Clara y a quienes el papa Bonifacio, octavo de su nombre, autorizó la fundación de un convento de clarisas.



descargar



Descargo de responsabilidad:
Este sitio no almacena ningún archivo en su servidor. Solo indexamos y enlazamos.                                                  Contenido proporcionado por otros sitios. Póngase en contacto con los proveedores de contenido para eliminar el contenido de derechos de autor, si corresponde, y envíenos un correo electrónico. Inmediatamente eliminaremos los enlaces o contenidos relevantes.